lunes, 30 de abril de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (XI)



Tras abandonar Nueva York nuestro primer destino será Akron, en Ohio. Es una zona industrial (la capital del neumático) que a efectos musicales también tiene mucha vida; y si ahora es conocida por ser la patria de los Black Keys o Chrissie Hynde, a finales de la década de los 70 hubo allí una especie de “microclima” en el que habitaron varios músicos y grupos con un cierto encanto. Aquella efervescencia llegó a tal extremo que el sello Stiff, pura vanguardia isleña por entonces, envió a sus ojeadores y no dudó en publicar un recopilatorio centrado exclusivamente en esa ciudad (disponible incluso en España), aunque tanta efervescencia resultó, como casi siempre, más ilusión que realidad: Rachel Sweet fue su único fichaje de impacto relativo en Europa. Pero lo más doloroso para Stiff fue perder a la banda que probablemente había originado todo aquel revuelo aunque su estilo fuese único, la banda “multidisciplinar” cuyos miembros ya eran veteranos en los escenarios antes de grabar su primer single: Devo. Esa pandilla de locos encantadores que estaban creando mixturas entre el pop y los ritmos sintetizados antes que surgiese tal moda, y cuya influencia se siente incluso aquí, ya que la Nueva Ola madrileña de los 80 habría sido distinta sin ellos. 

La historia comienza a principios de los años 70 en el ambiente universitario que se respira en la cercana ciudad de Kent (y en cualquier otra parte de los Estados Unidos), fuertemente influido por los últimos estertores de la guerra del Vietnam y unos cuantos hechos desgraciados como los que ocurrieron en esa misma universidad en Mayo del 70 cuando la Guardia Nacional, tratando de impedir una manifestación compuesta básicamente de estudiantes desarmados, disparó a discreción matando a cuatro e hiriendo a una decena. Para entonces Gerald Casale y Bob Lewis, dos estudiantes de esa universidad, ya estaban desarrollando una curiosa “teoría sociológica” en la que se burlaban del carácter tradicional no ya del americano medio sino de la clase media en cualquier sitio, con mentalidad de rebaño y tendencia a la sumisión a los poderes políticos y económicos. Esa teoría, que en esencia no pasa de ser una broma bien elaborada, tiene incluso nombre: la De-volución, cuyo resumen es que el ser humano ya no evoluciona sino que devoluciona, es decir, va hacia atrás (ya lo decía nuestro simpar Makoki: “cada día que amanece, el número de tontos crece”). Por otra parte, esa carga irónica incluye la afirmación de que la “nueva” realidad no es la que nos suministra la Naturaleza, sino que cada uno de nosotros debe encarar la suya propia y moldearla según su conveniencia. Finalmente en 1973 deciden crear un grupo musical que bautizan como “Devo”. Lewis prefiere mantenerse al margen, en labores de organización, mientras que Gerald y su hermano Bob se asocian con otros tres hermanos: Mark, Bob y Jim Mothersbaugh. Este último, que estaba al frente de la batería, se marcha en 1977 (poco antes de comenzar la carrera discográfica del grupo) y es sustituido por Alan Myers; los otros cuatro se encargan de cuerdas, teclados y voces. 

Después de un tiempo de participaciones esporádicas en festivales, en los que hay tanta música como representación “teatral”, elaboran en 1976 un primer corto con el título de “The truth about De-evolution” (está en Youtube) donde figura el “Secret agent man” de P.F. Sloan y “Jocko Homo”, pieza original en la que se contiene uno de sus “mini-himnos”, el que será luego título de su primer disco grande: “¿No somos hombres? ¡Somos Devo!”. En 1977, a través de su propio sello, lanzan una versión desquiciada del “Satisfaction” que se convertirá en pieza de culto, vía importación, en Londres. Poco después llega el segundo single (con “Jocko homo” en la cara B), cuya cara A es la legendaria “Mongoloid”, verdadero “buque insignia” de Devo y que lleva a Stiff a ofrecerles un contrato. Sin embargo su estancia en ese sello no será muy prolongada, ya que dos notables personajes se declaran fans del grupo y les buscan acomodo en la potente Warner Brothers: se trata de David Bowie e Iggy Pop, que por entonces andaban a medio camino entre Estados Unidos, Suiza y Alemania. Y a este último país se los llevan para que Brian Eno les produzca su primer Lp, que será publicado en verano del 78; ahí tenemos la regrabación de “Mongoloid”, “Jocko Homo” y “Satisfaction”, y en conjunto una selección de melodías que dejan perfectamente definido el espíritu Devo: la frescura de un pop reinventado a base de sonidos electrónicos acompañados de guitarras que no suelen pasar del rasgueo, con una base rítmica sencilla pero muy marcada y grandes dosis de humor. Mark es la voz principal y trabaja muchas escalas de voz, desde la ironía hasta la histeria. 

Como era de esperar, Devo se convierte en otro de esos productos yankis mucho más populares en Europa que en su propio país. Por otra parte su vocación teatral les hace cuidar mucho la imagen, siendo de los primeros grupos que elaboran vídeos para apoyar sus canciones, y en escena se presentan con uniformes enloquecidos, como de secta marciana. Hay que tener en cuenta que, además de la música, su implicación “ideológica” es muy potente: El General, un personaje paranoico vestido de militar, aparece con frecuencia en los vídeos o en las actuaciones controlando las actividades del grupo, mientras Booji Boy es un niño mutante medio subnormal (a ratos) que además de teclista también puede ejercer como obrero industrial. Lo grandioso del asunto es que “el General” es el padre de los Mothersbaugh, mientras que Mark representa a Booji Boy (que por otra parte era el nombre del sello que crearon para lanzar sus dos primeros singles). Las ventas definen perfectamente la situación: mientras en la Isla rozan el top 10, en Estados Unidos no pasan del 78. 

Sin embargo el aura de ese primer disco, muy en la onda new wave europea, parece no agradarles y buscan un tono más cercano grabando en California bajo la dirección de Ken Scott. Scott es un legendario ingeniero de sonido que ha trabajado con medio censo británico y que los envuelve en un clima más cálido, más relajado (dando predominancia a los teclados sobre las cuerdas) pero al mismo tiempo más convencional, aunque las canciones tienen una categoría similar a las del primer disco. El resultado se titula “Duty now for the future”, se publicó exactamente un año después que aquel y fue un error que los llevó a tierra de nadie: mientras en su país la cifra de ventas apenas mejoró, en Europa cayó a plomo. Con la publicación en 1980 de “Freedom of choice”, su tercer Lp, Devo parecen interesados en fusionar el sonido sintetizado con ritmos más próximos al pop funk; esa perspectiva les da un cierto reconocimiento, e incluso dos relativos éxitos en single: “The girl u want” y “Whip it”, dos clásicas de su repertorio. Pero ya han comprendido que el pop sintético está cayendo en la rutina pretenciosa de los grupos británicos y tratan de asentarse definitivamente en su país, lo cual resulta evidente en “New traditionalists”, su disco del 81: en él mantienen la esencia musical del anterior (cada vez más dependientes de los teclados y las cajas de ritmo que de las guitarras) y combinan ese estilo con unas letras mucho más familiares al americano medio aprovechando la llegada de Reagan y el capitalismo desbocado. A mediados de la década comienza la dispersión, conscientes de que el género no da más de sí. Algunos miembros se retiran, mientras que otros comienzan una carrera como creadores de bandas sonoras. 

El mundo de los sintetizadores está muy desprestigiado, eso es innegable. Pero la creatividad de algunas bandas como Suicide o Devo demuestran que hubo, y probablemente haya, un rango muy amplio de oferta cuando los músicos implicados tienen la creatividad suficiente: tanto un grupo como el otro son hoy de culto, a pesar de que no tienen nada que ver. Y también en Europa hubo personajes de categoría en ese sector, así que no deberíamos matar al mensajero antes de escuchar sus mensajes. 




lunes, 23 de abril de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (X)


Ahora que estamos a medio camino entre Nueva York y cualquier otra parte, creo que es el momento indicado para presentarles a un señor que siempre se sintió de muchos sitios y de ninguno al mismo tiempo: se trata de Will Borsey, de apellido artístico DeVille, que comenzó su carrera como líder de la banda Mink DeVille antes de continuar en solitario. Esa banda fue fija en el CBGB durante casi tres años, aunque su música tenía un espíritu muy lejano al local porque la querencia del señor DeVille iba desde las raíces tradicionales yankis como el blues o las melodías criollas hasta el duduá, la factoría Spector, los ritmos latinos o la canción europea de cabaret, solo por resumir. Así, no es extraño que desentonase en aquella tribu, y ni siquiera sus recuerdos sobre el local son buenos: “nos metían en el mismo saco que a los demás, pero no teníamos nada que ver con ellos. Parece que cualquier puñetero estudiante de arte que desafinase montaba un grupo y conseguía un contrato de grabación”. De todos modos el ambiente le fue propicio para darse a conocer, ya que tanto su actitud como su pose podían ser asimilables a la corriente transgresora del momento y su música suele ser muy enérgica, muy viva. Pero aun así hemos preferido citarnos con él lejos de aquel tugurio, no sea que se enfade. 

Esa gran variedad de influencias se debe a sus orígenes: nacido en Connecticut, entre sus ancestros hay un rango enorme que va desde pieles rojas hasta irlandeses; y en lo musical, casi desde niño siente una gran curiosidad por cualquier tipo de melodía que suene en la radio, sean tonadas folkies o los éxitos ensoñadores de la Motown. En cuanto terminó los estudios secundarios comenzó a frecuentar Nueva York, aunque por aquel entonces reinaba la psicodelia (él detesta todo lo que suene a hippy) y salvo algunos escarceos en pequeños grupillos de su ciudad natal empleó gran parte de su tiempo en estudiarse a los clásicos del blues y otros géneros raíces hasta que en 1970, con veinte años, comienza una especie de peregrinaje que lo lleva primero a Londres, luego de vuelta a Nueva York, de ahí a San Francisco y otra vez a la Gran Manzana, donde se asienta ya a mediados de la década. Durante ese tiempo ha estado buscando su propio estilo, su lugar en el negocio, y de paso reuniendo un grupo de músicos que confíen en él y tengan la talla suficiente como para ir en serio. Por fin, en 1975, cuando la banda Mink DeVille llega a ser una de las oficiales en el CBGB, junto a Willy quedan dos de aquellos músicos: el bajista Rubén Sigüenza y el batería Thomas Allen, a los que ahora se unen Louis X Erlanger como guitarra solista y Bobby Leonards en los teclados. Y a finales del año siguiente, cuando la mayoría de los “estudiantes de arte que desafinaban” ya habían conseguido un contrato discográfico, llega el momento de que también él tenga el suyo. 

Capitol es ese sello, para bien y para mal. Y no es frecuente que un grupo novel tenga un productor como Jack Nitzsche, pero fue el propio Nitzsche quien pidió producirlo: aunque Willy no sabía quién era, el maestro supo ver que con aquella voz, su bagaje musical y su actitud solo había que moldearlo. Su primer disco se publicó en la primavera del 77; figura a nombre del grupo, pero en Europa se distribuyó con el título de “Cabretta” y así es como suele figurar en las discografías. Como era de esperar es un compendio de varios estilos en el que llama la atención ese amplio juego de registros vocales que tanto impresionó a Nitzsche (cuya producción, por cierto, está a la altura): desde un tono que puede recordar a Van Morrison (“Mixed, shook up girl”), se envalentona y rasga la garganta para hacer un rock and roll como “Gunslinger” llegando a momentos que incluso me recuerdan a John Fogerty, como en “One way street”, o se transforma en una especie de Lou Reed latino en “Spanish stroll” (tremendo éxito en España, claro). Tal vez esa variedad de ritmos y de tonos puede interpretarse como una carencia de estilo propio, pero hay que reconocer que casi todo lo que hace lo hace bien; y en ese todo se incluye una brillante versión de “Little girl” (una posible recomendación de Nitzsche, que había trabajado con Spector) o el “Cadillac walk” de Moon Martin con mucha más densidad, y no solo por la voz -uno de los puntos débiles de Martin. 

Como suele pasar con este tipo de discos intemporales, sus ventas fueron discretas; pero la crítica lo ensalzó, nunca ha dejado de reeditarse y ya por entonces engancha a un buen puñado de incondicionales que serán fieles casi hasta el final de su carrera. Por otra parte la estética del grupo resulta imbatible aunque solo sea por contraste con los demás, de ese tiempo o cualquier otro: aquellas pintas de macarras vestidos de gala como para una boda en Louisiana o Puerto Rico, la percha que luce su líder (cuya vida personal de excesos hace juego con su puesta en escena) es la guinda que corona el pastel. Y muy pronto comienza a emanar su magnetismo en Europa, donde ya sabe que este tipo de ofertas resulta irresistible: DeVille es otro de esos músicos mucho más populares a este lado del Atlántico que en su país. Casi por pura inercia llega su segundo disco, “Return to Magenta”, un año después, con hechuras muy parecidas: Nitzsche, ayudado por Steve Douglas, recarga un poco el sonido acercándose por momentos al “muro” de Spector (algo evidente en piezas como “Just your friends”, con unas castañuelas que le dan un vago aire hispano, como las estrofas en español de “I broke that promise”). Pero en conjunto el material es muy parecido al de su disco anterior y quizá con menos brillantez, porque las giras, los viajes y su complicada vida personal no le dejan mucho tiempo para sentarse a escribir canciones. 

Una de sus ciudades preferidas es París. Ya el título de aquel segundo disco era una referencia al bulevar del mismo nombre, y su ambiente artístico lo acaba cautivando hasta el extremo de convencer a Capitol para que le financie la grabación de su tercer disco allí. DeVille ha disuelto la banda y solamente queda a su lado Erlanger, el guitarrista; los demás serán músicos contratados. En vez de Nitzsche recurre a Douglas, que ya había coproducido su disco anterior y además es un gran saxofonista, mientras que los arreglos de cuerda quedan a cargo de Jean-Claude Petit, un veterano compositor y arreglista. Aquello salió un poco caro (buena parte del presupuesto se fue en fiesta, alcohol y una sustancia ilegal muy apreciada por Willy), pero valió la pena: “Le chat bleu”, publicado en Europa en 1980, está considerado como el mejor disco de su carrera. Aunque Capitol se disgustó porque, según ellos, algunas canciones “no cuadran con el consumidor americano”: al parecer la ayuda del legendario Doc Pomus en la composición, ese acordeón que suena en la espléndida balada “Just to walk that little girl home” o en “Mazurka”, ese pianillo y los instrumentos de viento -rancios, por lo visto- de “Slow drain”, esa versión de la casposa “Bad boy” y algunos detalles más tendrán sentido en la decadente Europa, pero en Estados Unidos somos muy modernos y eso ya no se lleva... Aun admitiendo una bobada como esa, parece que no se fijaron en que el disco comienza con “This must be the night”, muy al estilo Springsteen (que ya estaba dando un buen dinero a la CBS) “vitaminada” con esos coros, o que “Savoir faire” a pesar de su título en francés es un rock como la copa de un pino… En resumen: que en este disco se unen los viejos y los nuevos tiempos y mundos, en una síntesis que la crítica elevó a categoría de obra maestra. Y que en Estados Unidos hubo que comprarlo vía importación hasta que Capitol se bajó de la parra, cuando ya la pérdida económica era importante. 

Ya supondrán ustedes que el señor DeVille se agarró un cabreo importante también; pero por suerte su contrato con Capitol termina ahí, lo cual le permite instalarse en Atlantic bajo la protección del mismísimo Ahmet Ertegun, el jefazo del sello. Y para entonces ya no está a su lado ningún músico de los primeros tiempos, aunque todavía grabará otros tres discos a nombre de la banda antes de comenzar una nueva carrera en solitario... Pero todo eso ocurre ya en la década de los 80, que no es nuestro asunto ahora. Así que nos despedimos hasta entonces deseándole que se cuide un poco, y seguimos nuestro camino: dicen que en Ohio hay novedades. 




lunes, 16 de abril de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (IX)


Llega la hora de abandonar Nueva York: aunque es la protagonista principal en estos tiempos, creo que ya hemos catado lo más interesante de su cosecha; por otra parte nos hallamos en un país muy grande, por lo que seguramente encontraremos más de una sorpresa en el lugar menos pensado. Y para despedirnos de esta ciudad hoy nos visita un personaje que comenzó a hacerse conocido aquí pero que pronto decidió volar a la Isla y establecerse en Londres, porque como en el caso de Suicide comprendió que su propuesta sería mejor aceptada en Europa. Se trata de Wayne Rogers, más conocido como Wayne County hasta finales de los años 70 y como Jayne County desde entonces. 

Wayne abandonó en 1968, con veintiún años cumplidos, su opresiva Georgia natal buscando oportunidades y también un espacio más amplio donde poder vivir con desahogo su condición de homosexual “combativo”, muy mal vista en un estado en el que sus leyes permitían encarcelar a un hombre que se vistiese de mujer, algo que él hacía con frecuencia desde pequeño. Llegado a Nueva York, comenzó a combinar su afición por la música con la teatral; y si Suicide son seguidores del teatro de la crueldad Wayne lo es del teatro del ridículo, un invento neoyorkino de mediados de la década de los 60. Por otra parte era admirador de Jackie Curtis, una de las primeras drag queen que formaba parte de la troupe de Andy Warhol, aunque el concepto “drag” tampoco era de su gusto: “Decía que no era hombre ni mujer: era Jackie. Y eso mismo pienso yo: soy Wayne”. No es extraño que cuadrase perfectamente en los tiempos del glam, ya que iba un paso por delante: New York Dolls, Alice Cooper o cualquier estrella británica eran claramente hombres pintados, de ahí no pasaba la cosa; pero Wayne era transgénero, lo cual por entonces sonaba casi revolucionario. 

Dejando aparte sus ocupaciones teatrales, que no ha abandonado nunca (ya en 1971 actúa en Londres con la compañía de Warhol), comienza a implicarse en el ambiente musical neoyorkino como disc jockey en el Max’s Kansas City, aunque ese es un trabajo de ida y vuelta porque en otra estancia en Londres consigue un contrato en Mainman, la compañía de management de Bowie (que por supuesto ya es admirador suyo). Sin embargo aquella época resulta improductiva: solo hay algunas grabaciones cinematografícas y teatrales que quedan aparcadas y una banda glam fallida (Queen Elizabeth). Bueno, también está la inspiración que según él insufló en Bowie para escribir “Rebel rebel”; la mayoría pensamos que más bien es una herencia de los Stones, pero no vamos a discutir eso ahora. De vuelta en Nueva York, con rango de figura nocturna junto a sus amigos del ambientillo como Patti Smith y demás glorias futuras, da otro paso y crea una nueva banda con más empaque: los Back Street Boys (no, no son esos Boys), que llegan a convertirse en asiduos tanto del Max’s como del CBGB. Sin embargo, a pesar de que llegaron a grabar un single en un pequeño sello de la ciudad con una canción dedicada al local donde se hizo conocido, Wayne no acaba de ver clara la situación y en 1977 decide abandonar Estados Unidos para asentarse en Londres: si el glam triunfó con mucha más fuerza en la Isla que en su país es porque el espíritu europeo es más decadente que el americano (ya lo ha comprobado), y por lo tanto su propuesta es más viable allí. Y no es lo mismo el apoyo de gente consagrada y con recursos como Bowie que los colegas primerizos de Nueva York. 

Wayne llega a Londres junto con Greg Van Cook, su guitarrista en los fenecidos Back Street Boys, y buscan gente para un nuevo grupo, que se llamará The Electric Chairs. La primera formación queda establecida con el bajista Val Haller y John J. Johnson a la batería (sustituyendo a Chris Dust, que solo estuvo con ellos durante unos meses); más adelante entrará el guitarra rítmica Henry Padovani, recién salido de los primeros Police (que serán sus teloneros en algunas giras del 77). Pronto comienzan a hacerse un sitio en la escena londinense porque han llegado en el momento justo: su mezcla de rock and roll con tendencia trash, glam e incluso garajera, es una especie de compendio de todos los estilos que están edificando el punk isleño. Un nuevo sello independiente, Safari, publica un single con la que será primera clásica del grupo: “Fuck off”, un boogie rock que triunfa en el circuito alternativo y que tras un nuevo Ep los lleva a grabar su primer disco grande, de título homónimo, a principios del 78. En él se ve claramente que los Electric Chairs no son en realidad una banda punk, sino que se acercan bastante al estilo de unos New York Dolls: el rock and roll es el principal protagonista, con un amplio rango que va desde “Eddie and Sheena”, balada al estilo de los años 50 que abre el disco y nos cuenta la hermosa historia de amor entre un teddy boy y una punki, hasta el cierre con “Rock and roll resurrection”, cuyo título ya lo dice todo. Por el medio tenemos una recreación de “Max’s Kansas City” en la que ya se va alejando de la influencia vocal del estilo Lou Reed que mostraba en sus primeros tiempos; y por supuesto hay un buen equilibrio entre la irreverencia de las letras y el ritmo de las músicas: “Bad in bed” o “Hot blood” son un ejemplo de que los temas tradicionales del rock and roll no cambian, solo se actualizan. Y aunque las ventas son discretas, las giras se hacen continuas por media Europa. A lo largo de su carrera llegarán también a Estados Unidos, pero curiosamente ni uno solo de sus discos será publicado allí: la importación será el único medio de conseguirlos. 

Antes de que acabe el año llega “Storm the gates of heaven”, el segundo Lp, que al menos para mí supera al anterior. Se nota la influencia británica, que combinada con su formación yanqui da como resultado un mayor rango de matices y de ritmos; ya el arranque con la canción que le da título es un buen ejemplo, desde que comienza con ese sonido inmemorial de la puerta que rechina en plan Drácula hasta el desarrollo final que me recuerda a Magazine (hasta el tono de voz podría ser el de Devoto), pasando por una fase de vodevil encantadora. Las influencias de la new wave se notan en piezas como “Cry of angels”; hay una reivindicación de su naturaleza en “Man enough to be a woman”, o una excelente versión del “I had too mucho to dream…” de los Electric Prunes, y así hasta completar uno de los discos más brillantes e infravalorados de aquel año. Poco antes se había publicado “Blatantly offenzive”, un Ep que condensa en cuatro canciones el aspecto más cañero del grupo, incluyendo de nuevo el “Fuck off” del año anterior. Da la impresión de que Wayne busca dos públicos distintos dependiendo del formato. 

Con la publicación de “Things you mother never told you” en 1979, Wayne y sus muchachos completan el trayecto con brillantez: ese tercer y último disco del grupo es el más alabado tanto por la prensa como por la mayor parte de los fans. La esencia es la misma, pero hay nuevos ingredientes como ese cruce entre Lou Reed e Iggy Pop que vemos en “Wonder woman”, la canción que lo abre; también tenemos una decadente “Berlin”, cantada con un tono vagamente parecido al de Marlene Dietrich (como en “Midnight pal”) y un acompañamiento de balada casi tecno. Ese fondo podría recordar a los Ultravox de entonces, como pasa también en “Waiting for the marines”, y hay otros experimentos electrónicos como en “Think straight” O “C3” que nos muestran unas posibilidades insospechadas. Sin embargo, tras unas cuantas giras que incluyen su propio país, decide disolver la banda en 1980 para seguir un camino en solitario, más centrado en el teatro y algunos trabajos cinematográficos que en lo musical (“Private oyster”, su primer disco como Jayne County, no se publicará hasta 1986 y es bastante flojo; desconozco el resto de su obra). Que por cierto, el cambio de nombre se lo debe al CBGB: en un cartel de su actuación allí vio que alguien había tachado la “W” y escrito una “J” encima; “ese detalle me encantó”, dijo, y cuando la banda estuvo sobre el escenario Wayne se presentó como Jayne. Hasta hoy. 

Los Electric Chairs han sido siempre una banda poco valorada, tal vez porque la publicación de sus discos se restringió a Europa. Sin embargo no tienen nada que envidiar a muchas otras, tanto yanquis como isleñas, con muchos más seguidores pero menos categoría. Aunque esta una opinión personal, claro. En cualquier caso, con ellos nos despedimos de Nueva York: hay una larga carretera que nos llama.




lunes, 9 de abril de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (VIII)



Hoy nos visita un dúo que, como los Dictators, no forman parte del ambiente cotidiano en los locales de moda aunque hayan actuado en ellos con frecuencia. Se trata de Suicide, y si en el caso de los Dictators esa “lejanía espiritual” se debe a sus orígenes hard, más clásicos de lo frecuente allí, con Suicide la situación es justo la contraria: Suicide no encajan porque son demasiado vanguardistas; o demasiado caóticos, que también. Con el tiempo acabarán siendo reconocidos como un referente, pero de momento estamos ante unos visionarios que prácticamente inventaron, ellos solos, esa cosa llamada “electro punk”. Y por una vez se podría aceptar que el término les sienta muy bien. 

Alan Bermowitz, que usa “Vega” como apellido artístico, es un artesano multimedia que a finales de los años 60 presencia una actuación de los Stooges y queda impresionado por la fuerza y el caos que transmiten; Vega es un admirador de la teoría de Antonin Artaud sobre el teatro de la crueldad, y hasta cierto punto aquella banda refleja parte de esa teoría. Mientras tanto, Martin Reverby (dejémoslo en “Rev”) es un teclista que también tiene ideas un tanto “destructivas” sobre la disciplina musical. Poco después de conocerse deciden crear el dúo Suicide, que ya a principios de los años 70 se convierte en una vanguardia enloquecida: Vega es el cantante y letrista principal (con mensajes existencialistas o directamente autodestructivos), pero es también quien se “enfrenta” al público retándolo, mientras que Rev dibuja esquemas simples y obsesivos con unos teclados rudimentarios que ha desarrollado él mismo a base de materiales básicos como una vieja caja de ritmos o un Wurlitzer barato de los años 60. En lo estético, sobre todo Vega, están influenciados por la escuela trash/glam que va desde Lou Reed hasta los Dolls, mientras que en lo musical hay que distinguir entre las supuestas melodías y el acompañamiento instrumental: Vega, a pesar de sus desvaríos vocales, proclama su devoción por los viejos rockers como Gene Vincent o Jerry Lee Lewis, una herencia que si al principio no parece tan evidente lo será cuando emprenda su carrera en solitario; Rev tiene una vasta formación que va del r’n’b al jazz, pero ha elegido el minimalismo. 

Y así, mientras Television, los Heads, Patti Smith y compañía se rodean de una creciente masa de fans que se identifica con ellos, los adora y los va elevando, esa misma masa llega a sentimientos cercanos al odio cuando actúan Suicide: Vega, que los insulta o los amenaza con una gran cadena que suele colgar al cuello, canta, o grita, o chilla, o arrastra un vidrio roto sobre el micro (esa es la escala de sonidos que emite ese artefacto en sus manos) mientras Rev aporrea los teclados buscando escalas simples pero contundentes que hagan el contrapunto a la locura de su colega. Lo dicho, el teatro de la crueldad: quien haya visto hace treinta años a La Fura dels Baus podrá hacerse una idea de lo que era esto. Suicide, por otra parte, son los primeros y los únicos en muchos años que usarán la palabra “punk” para sus carteles ya en 1970 (hasta en eso son vanguardia); pero su propuesta tan radical no les da la popularidad suficiente para tener una carrera estable, y hasta mediados de la década han de sobrevivir a costa de lo que sea. Es entonces cuando Marty Thau, uno de los grandes managers de los años 60 cuyos últimos pupilos han sido los Dolls, crea Red Star, un sello independiente que se inaugura en 1977 con el primer disco de Suicide. Y no solo eso: ese disco lo produce el propio Thau junto con Craig Leon (productor de los Ramones y valedor de los Heads, entre otros). 

Es evidente que esos dos señores vieron algo de valor en el dúo, como también lo vieron algunos otros compatriotas iluminados como el mismísimo Springsteen; pero la realidad es que las ventas del disco son minoritarias en su país, y la escasa prensa musical que lo cita por entonces no lo hace para felicitarlos (Rolling Stone, otra vez, tan preclara como siempre). Thau y Leon saben que si Suicide tiene algún futuro han de ir a Europa, y aciertan: tras enviar copias a algunos managers británicos consiguen atraer la atención de Howard Thompson (Bronze, el sello de Uriah Heep), y “Suicide” se publica en la Isla en verano del 78. Como era de esperar, la respuesta de la crítica y la élite musical europea es casi apasionada y el dúo llega allí poco después para hacer su primera gira como teloneros de los Clash. Pero una cosa es que el disco se venda un poco más que en su país y otra cosa es el directo, porque las muestras de odio se suceden también en el viejo mundo: un machete volante pasa cerca de Vega en su actuación de Glasgow, por ejemplo. “Estaba claro que éramos demasiado punk incluso para los punks”, dijo él luego, añadiendo que por aquella época salían al escenario pensando que tal vez aquella noche era la última de sus vidas. Pero volvemos al teatro de la crueldad: el riesgo es parte del espectáculo, y si un artista dice creer en la provocación constante no tiene más remedio que mantener el tipo. 

Entonces, dejando aparte la cuestión escénica… ¿qué clase de disco es ese? Pues aquí tenemos una colección de piezas en la que se resumen las características citadas antes: el minimalismo en los teclados apoya una voz enferma, angustiada, histérica, enloquecida o sugerente por momentos (“Cheree”, un fogonazo de belleza entre la demencia). Esa mezcla va desde un cierto gancho casi “comercial” que poseen piezas como “Ghost rider”, que abre la cara A, hasta el infierno de la cara B, donde tenemos la catarsis sangrienta de “Franky Teardrop”, diez minutos de tensión creciente acercándonos al momento final de horror que quien conozca la letra ya teme antes de llegar. Springsteen dice que es una de las canciones más tremendas que ha oído en su vida, mientras que alguien (no recuerdo su nombre) decía que es una canción que no debe ser escuchada más de una vez: es enfermiza. La situación mejora un poco, aunque no mucho, con “Che”, que cierra el disco y a la que los teclados, en su honor, conceden un ligero tono español en la escalas. No voy a defender ni a atacar este disco, pero creo que al menos la cara A merece ser escuchada por todo aquel que se considere aficionado. Y digo más: entre Kraftwerk y esto, prefiero esto. Aquí hay vida, aunque sea insana; allí nunca supe qué había. Tal vez exagero un poco (o mucho), pero cuando oigo el “I robot” de los germanos, publicado en la misma época, comparados con Suicide me parecen una banda de teleñecos. 

Entre los músicos que se convierten en fans del dúo sobresale Rick Ocasek, el líder de los Cars, que siempre tuvo mucha afición por los teclados y las novedades electrónicas. Él les consigue nuevo instrumental y un contrato de grabación con otro sello minoritario llamado Ze Records (salieron de Red Star en 1978, tras la publicación en pequeñas cantidades de un directo deficientemente grabado en Bélgica). Su nuevo disco se publica en 1980 y en él vemos a unos Suicide muy “domesticados”, más cercanos al naciente sector del tecno bailable que de cualquier otra cosa, aunque por momentos nos recuerdan quiénes fueron. Ese mismo año Vega lanza su primer disco en solitario, una especie de cruce entre los Suicide primitivos y los actuales, aunque el protagonismo es para su estilo vocálico cercano a los rockers de los años 50. También Rev comienza a publicar obras a su nombre, más cercanas al sonido industrial, y el tercero de Suicide llega en 1988. Se titula “A way of life”, tiene un sonido muy actualizado y supera las previsiones: en un momento en el que las bandas de tecno pop, nuevos románticos y demás familia están hundiendo el prestigio de ese género, Suicide les da un repaso a todos ellos. No soy muy fan de ese estilo, pero si hay algún disco que valga la pena en el segundo quinquenio de los 80 es este. 

A partir de ahí, la mayoría de los de mi quinta ya no seguimos ni a unos ni a otros. Como dije antes, no voy a defender ni a atacar al disco ni al dúo. Comprendo que hay que tener una cierta tendencia “insana” para embarcarse en este tipo de aventuras, pero por eso mismo cité a La Fura dels Baus: si a alguno de ustedes les atraían las propuestas caóticas de esa compañía en sus primeros tiempos (a mí sí), no les costará tanto escuchar una vez, al menos una vez, ese primer disco que la mayoría de fans detestan pero tantos músicos insignes alaban. Hasta Rolling Stone -una vez más- cambió su criterio sobre él hace unos años. 



lunes, 2 de abril de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (VII)


No todos los grupos que frecuentaban el CBGB o el Max’s Kansas City eran necesariamente miembros de la “movida neoyorkina”, de esa especie de hermandad que surgió entre los músicos más jóvenes; entre otras razones, porque también había gente ya veterana o que venía de otros mundos. Un buen ejemplo son los Dictators, nuestros invitados de hoy. Ellos no forman parte de la vanguardia que está surgiendo allí, sino que son más bien un antecedente, una muestra perfecta de la transición entre el hard glam de los primeros años 70 y ese street rock del que hablaba Gary Valentine… aunque por supuesto, ahora toda la gente de bien los considera “protopunk”. 

Los Dictators nacen en 1972/73, es decir, en el mejor momento del hard rock. Su creador es Andy Shernoff, un chaval que aún no ha cumplido los veinte años pero cuya afición ya lo tiene trabajando como comentarista musical hasta que por fin decide dar el salto. Andy prefiere que le llamemos “Adny”; será el compositor de la mayoría del material (sus letras, sencillas pero con frecuencia sarcásticas, son una de las señales de identidad del grupo), y puede intervenir como teclista, bajista y cantante. Junto a su amigo Ross “The Boss” Friedman, un guitarrista que ha tocado en pequeñas bandas de la ciudad, buscan a un guitarra rítmica y dan con Scott Kempner (Top Ten, para los amigos); poco después llegará el batería Stu Boy King. Esa será la formación original, pero hay otro personaje al que llaman su “arma secreta”: Richard Blum, más conocido como El Guapo Dick Manitoba, que de combatiente en el circuito de lucha libre (una de las aficiones de estos muchachos) ha pasado a ser su roadie, a quien de vez en cuando dejan cantar alguna canción y que incluso será el protagonista en la portada de su primer disco. Hay un tono general de coña en este grupo que es muy saludable y le da otro aire a ese ominoso “Dictadores”. 

Murray Krugman y Sandy Pearlman, que son al mismo tiempo managers y productores de los Blue Öyster Cult (hay similitudes en los primeros años de ambos grupos), les consiguen un contrato con Epic y producen “Go girl crazy!”, su debut, en 1975. Una vez más, estamos ante un disco de pocas ventas en su momento pero con una enorme leyenda que ha ido creciendo con el paso del tiempo: bajo el punto de vista europeo, no podemos considerarlo como precursor del punk; pero sí hay algunas características comunes que lo asocian con el tono general de sencillez que comienza a imperar a ambos lados del océano. Los Dictators hacen rock and roll de escalas simples, aunque sus canciones andan entre los tres y los cuatro minutos; recrean dos viejas piezas del pop como “I got you babe” o, al igual que los Ramones, “California sun” (y copian los coros de los Beach Boys en “Cars and girls”), mientras que el sentido del humor está continuamente presente en un conjunto de canciones -las originales son todas de Shernoff- que tienen dinamismo y presencia suficiente como para ser incluidas en la gran tradición americana del rock callejero. Y esa desdramatización, esa burla continua, los separa del tronco hard del que provienen: para entonces las bandas como los Öyster Cult ya se están echando en brazos del gótico o cosas peores, mientras que los Dictators tal vez estén más cerca de los New York Dolls. En todo caso, algunos comentaristas y músicos de la época consideran que aquí está uno de los orígenes del punk rock yanqui; no hay nada que discutir, es asunto suyo. 

La banda en cambio no se emocionó tanto como sus apasionados pero escasos fans: ni las ventas del disco ni las actuaciones son suficientes para mantenerse y Shernoff decide abandonar, seguido por King. Sin embargo meses después los demás consiguen convencer a Shernoff para que vuelva, y esta vez se encargará de los teclados porque en ese tiempo han contratado a Mark Mendoza como bajista; ahora el batería es Ritchie Teeter, y el guapo Manitoba es ya la voz principal. Shernoff sigue escribiendo canciones, y con el apoyo de la pareja Krugman-Pearlman consiguen contrato con Asylum (o sea, Elektra). El resultado se titula “Manifest destiny” y es toda una sorpresa porque en 1977, en pleno año punk, presentan una colección de canciones casi de medio tiempo, en ocasiones cercanas a la balada rock (“Sleepin’ with the TV on”, ”Hey boys”), y solo al final parecen remontar con dos canciones más o menos en su estilo; cerrando, eso sí, con una gran versión del “Search and destroy” de Iggy y los Stooges que casi los redime. Tampoco esta vez las ventas son espectaculares, pero han aumentado un poco gracias a ese sonido y ese tono más suave, mas radiable, que parece agradar a un nuevo tipo de fans: los seguidores de sus primeros tiempos, confundidos, abjuran del nuevo estilo de los Dictators, pero Asylum les concede una segunda oportunidad. 

De todos modos Shernoff y compañía son conscientes de que ese no es su estilo y que tampoco les mantendrá por mucho tiempo, así que deciden jugarse el tipo a cara o cruz volviendo a su ser en 1978 con su tercer y último disco, titulado “Bloodbrothers”. Podría haber sido perfectamente la continuación del primero, porque es aquel mismo estilo actualizado: piezas como “Faster and louder”, “Stay with me” o “I stand tall” ya tienen un aire más contemporáneo, y de nuevo cierran con una clásica, esta vez el “Slow death” de los Flamin’ Groovies. Pero las ventas siguen bajo mínimos y finalmente el grupo abandona en 1979, aunque luego ha habido algunas reuniones alternativas aprovechando la fidelidad de un puñado de fans irreductibles. En cualquier caso, aquel primer disco ha quedado como una de las referencias inevitables para entender la evolución del rock yanqui a mediados de la década; que se le llame “protopunk” o no, es lo de menos.