lunes, 3 de julio de 2017

Estados Unidos: los primeros 70s (y XII)

Si echamos un vistazo al mapa de los Estados Unidos, nos encontramos con un hecho muy curioso: el nacimiento de los géneros tradicionales como el blues, el country y por consecuencia el rock and roll tuvo lugar en el sur/sureste; el “rock de garaje” comenzó en el noroeste, es decir, justo en la esquina más alejada, y luego la revolución hippie en el suroeste. Solo faltaba una esquina, y es la que va a marcar las modas en los años 70: el nordeste, básicamente Nueva York y cercanías. Hasta cierto punto es lógico si valoramos esa evolución musical en paralelo con una evolución de pensamiento: esta música nace en el campo y las pequeñas ciudades; su evolución hacia el rock de garaje surge en el estado de Washington con la influencia del r’n’b urbano que ha dejado Ray Charles y sus sucesores (Larry Coryell decía que el aislamiento de Seattle había creado un “caldo de cultivo” único en el país) y a finales de los 60 una nueva juventud, más ilustrada, llega al ideal hippie que se sustancia en la costa Oeste. Pero ya en aquella época vimos que había otra juventud urbana que, en ciudades como Detroit, tenía una perspectiva muy distinta a los sueños de paz y amor californianos. Y ahora, llegados a la década en la que todos aquellos sueños han saltado por los aires, el nihilismo de los Stooges no es muy distinto al de los neoyorkinos Velvet Underground, que en su momento de mayor creatividad pasaron casi desapercibidos salvo para una élite pero cuya obra comenzará a ejercer una clara influencia en las nuevas generaciones. Hay una especie de “realismo sucio” que parece imponerse en las urbes, un espíritu decadente que será simbolizado por esa ciudad de aluvión a la que están llegando músicos procedentes de todas partes del país, como unos años antes había pasado con California. Velvet Underground presenta “Loaded”, su cuarto disco, a finales de 1970: Lou Reed ni siquiera esperó a la publicación para marcharse; John Cale lo había hecho dos años y dos discos antes. Por lo tanto, lo que pase con esa banda a partir de entonces nos trae sin cuidado. Cale, un británico cuya visión musical es bastante amplia, nos visitará dentro de un tiempo, cuando volvamos a la Isla: este es el momento de Lou Reed, por supuesto. Con él y su ciudad terminamos este viaje. 



Decir Lou Reed es decir Nueva York. La suma de su poesía urbana, su tono de voz achulado, cínico pero con una excelente dicción (como buen cínico), y su acierto para componer algunas melodías memorables ha hecho de él un tótem al que cualquier otro pretendiente de su estilo ha de medirse. Y no hay muchos que se atrevan porque además le acompaña la leyenda de personaje al borde del abismo, leyenda que por supuesto trata de cultivar: un músico bisexual en Nueva York no es una cosa rara, y salvo en alguna época de su vida tampoco era exactamente un yonki en perpetuo riesgo de muerte como sus fans mitómanos quieren creer. Sabe que su consideración como músico “de culto” es más potente en Europa que en su propio país, que Bowie y su círculo de amistades lo adoran, y comienza a pasar temporadas en Londres dejándose querer y preparando su primer disco en solitario, que se publica en la primavera de 1972 con el apoyo de una élite de músicos locales (leyendas de los estudios como Clem Cattini o Caleb Quaye junto a estrellas del momento como los Yes Wakeman y Steve Howe). El disco se compone básicamente de canciones pertenecientes a su última época en la Velvet que no llegaron a publicarse entonces (incluyendo una primeriza “Berlin”), y su recibimiento fue un poco tibio. Pero a finales de ese mismo año llega “Transformer”, una verdadera apoteosis que lo consagra sin más trámites, porque junto a algunas piezas que todavía son de su época anterior (“Satellite of love” o “NY telephone conversation”) hay ya material fresco suficiente como para que vayamos entendiendo la categoría de este señor: basta con citar “Walk on the wild side” y “Vicious”, por no extendernos mucho. La producción, lujosa, corre a cargo de Bowie y su escudero Mick Ronson; ambos colaboran también como simples músicos. Y en lo literario se nota todavía la fuerte influencia del universo Warhol, que por entonces era una de las grandes referencias culturales de la vanguardia occidental, así que estamos ante una de esas obras maestras que marcan a una generación como mínimo. 

Sin embargo Reed es un personaje que tiene un alto concepto de sí mismo, y no le gusta que lo consideren poco más que un simple alter ego de Bowie, un discípulo aventajado de Warhol, un poeta del glam elitista. Su intención es convencernos de que su formación literaria y su altura como músico hacen de él un personaje muy por encima de cualquier consideración temporal: “Ahora se van a enterar de que voy en serio”, exclama, mientras comienza a distanciarse de la corte que lo había halagado en Londres. Y en verano del 73 llega la prueba de su evolución: “Berlin”, uno de los discos más oscuros y deprimentes en la historia del rock, pero también con una rara belleza que lo hace único, un diamante negro.  En cierto modo podemos considerarlo como la negación de su imagen anterior, una obra corrosiva en la que Reed baja a los infiernos para contarnos la historia de Caroline y Jim, dos personajes “marginales” aplastados por su propia existencia, con momentos desgarradores y a los que el libreto interior del disco confiere un espíritu teatral, de drama clásico. En lo musical estamos ante una obra compleja, que va desde la orquesta de cabaret a los destellos casi wagnerianos (“Sad song” es el mejor ejemplo), con pocas pero brillantes concesiones al rock tradicional. Una buena parte del público esperaba una prolongación de “Transformer” y quedó decepcionado, pero en comparación fue mucho peor el trato que le dio la crítica supuestamente "entendida": Rolling Stone, como siempre a la vanguardia, llegó a despedirse de Lou considerando que con este disco terminaba su carrera. En realidad estamos ante la misma sensación que nos producía escuchar los discos de la Velvet por primera vez, que aquello nos superaba y había que seguir intentándolo. Con el paso del tiempo “Berlin” ha llegado a ser lo que siempre fue: una de las obras cumbres de Reed y también de las más exigentes, muy difícil de abarcar. Y sí, Rolling Stone ya ha corregido su opinión inicial, como ha hecho tantas otras veces. Me asombra la categoría que aún hoy se le atribuye a esa revista.

Reed se había volcado en la creación de aquel disco, de aquel mundo literario y musical que tanto la crítica como el público consideraron poco menos que incomprensible, y su desilusión hizo que durante un tiempo no quisiese interpretar en directo la mayor parte de esas piezas. Casi todo su repertorio por entonces es todavía de la época Velvet, y eso es lo que ofrece en sus actuaciones de finales del 73 en Nueva York; hay material para un doble, pero RCA prefiere no arriesgarse tras el fracaso de “Berlin” y lanza “Rock and roll animal” a principios del 74 con una parte de esas grabaciones. Se nota que hay overdubs, pero es igual: ya la entrada seguida por “Sweet Jane” vale por todo el disco. Lou se ha rodeado de un grupo de músicos de categoría, entre los que destaca la guitarra de Steve Hunter, y el resultado es brillante. Las ventas también: este es uno de los discos más vendidos de su carrera, una excelente publicidad para “Sally can’t dance”, el nuevo en estudio que se publica en 1974 y que, con un tono medio, sin grandes brillos, resulta ser otro éxito aunque Reed no guarda buenos recuerdos de él: “Parece que cuanto menos me implico en un disco, más éxito tiene”. Luego RCA aprovecha el tirón y publica otro extracto de aquellas actuaciones del 73 con el título “Lou Reed live”. Y el primer quinquenio termina con esa cosa indefinible llamada “Metal machine music”, una colección de ruiditos electrónicos que me siento incapaz de valorar pero que demuestra a las claras que la voluntad de Lou es no dejarse avasallar por la industria. Y eso, nos guste o no a los fans, siempre es bueno.