viernes, 23 de marzo de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (VI)


Si la esencia de la new wave consiste en la vuelta a la sencillez, es lógico que vuelva también el pop estándar: sean canciones alegres o baladas, una pieza que tenga un estribillo con gancho, reconocible a las pocas escuchas, es un arma poderosa. Y si además los músicos saben defenderla, probablemente triunfen. De las primeras bandas asiduas al CBGB, que como estamos viendo es un mundo en sí mismo, Blondie representa la actualización del pop tradicional; tardaron un poco en hacerse respetar en su propio país, pero tanto en la Isla como en el resto de Europa lo consiguieron casi al instante. Teniendo en cuenta que sus paisanos Television o Talking Heads vivieron esa misma circunstancia, parece que estamos ante una curiosa anomalía: hay unos cuantos grupos yanquis que no tienen nada que envidiar a los británicos, pero el público isleño suele demostrar más interés por las novedades. 

“¡Eh, rubia!”, le gritaban los camioneros, probablemente con malas intenciones pero ignorando que en realidad su pelo era castaño, a la hermosa Debbie Harry cuando esta los adelantaba en su coche. Y “Rubia” fue el nombre que ella y su novio, el guitarrista Chris Stein, eligieron finalmente para su grupo en Otoño del 74. Debbie, nacida en Miami en 1945, ya tenía una trayectoria que la había ido acercando a Nueva York: después de un tiempo como secretaria en la delegación de la BBC, su vocación musical la lleva a formar parte de los Wind in The Willows, banda de folk pop neoyorkino con tono hippie californiano que consigue grabar un Lp homónimo en 1968. Es un disco muy agradable, pero la saturación de ese tipo de oferta (que además ya comienza a sonar un poco desfasada en la costa Este) hace que acabe en el fondo del top 200. Vienen luego unos años en los que trabaja de camarera en el Max’s Kansas City o de conejita en el Playboy Club de la ciudad hasta que a finales de 1973 entra en los Stillettoes, un pequeño grupo que en total reúne a tres cantantes femeninas. Y ahí llega poco después Chris Stein, que alterna sus dos aficiones de fotógrafo y guitarrista: primero surge el amor y luego la convicción de que les irá bien si se independizan y crean una banda a su gusto. 

Después de algunos ajustes de personal entre 1974 y 75, los integrantes definitivos de Blondie son, junto a Harry y Stein, el batería Clem Burke y su amigo Gary Valentine; fue Burke, batería curtido en pequeñas bandas locales, quien evitó que el grupo desapareciese al abandonar Fred Smith (el bajista que marchó a Television) trayendo a Valentine, que había comenzado como pianista y aún estaba aprendiendo a controlar el bajo, pero también componía. Después de unas cuantas actuaciones como cuarteto deciden que necesitan un teclista y fichan a Jimmy Destri, que tenía una experiencia comparable a Burke. Durante 1976 actúan por toda la zona de Nueva York y son por supuesto una de las bandas asiduas del CBGB, aunque pronto queda claro que uno de los defectos de aquellos fans vanguardistas -del vanguardismo en general, para ser honrados- es el elitismo: Valentine recuerda que “los que molaban eran los “raros”, Talking Heads, Television y toda esa gente. Como músicos la mayoría estábamos empezando -en nuestra banda el único realmente bueno era Clem-, pero ese mismo problema lo tenían los demás y en ellos casi parecía una virtud. El verdadero problema era otro: nosotros éramos poppies. A Debbie le gritaban que lo dejase ya”. 

Por cierto, otro recuerdo de Valentine es que “en Estados Unidos nadie hablaba de “punk”: ese fue un término que llegó rebotado de Gran Bretaña. Aquí se hablaba de “Rock callejero” o “Rock de Nueva York”. ¿Ah, sí? Entonces tal vez convenga que recordemos nosotros lo que ya se dijo aquí varias veces sobre la palabra “punk”: dejando aparte sus “miserables” orígenes, Dave Marsh y algunos compañeros suyos de Creem Magazine la rescataron en 1970, seguidos por Lenny Kaye; es decir, comentaristas yanquis de prestigio. Esa palabra fue un simple recurso léxico que no llegó a calar entre sus compatriotas salvo Alan Vega, que la usó para los primeros carteles de Suicide. Pero seis años después una nueva banda isleña llamada Sex Pistols la suelta en aquel infausto programa de televisión y a la prensa londinense le falta tiempo para usarla en sus escritos (ya que Malcolm McLaren había vivido en Nueva York, probablemente la leyó la allí y se la “inspiró” a sus protegidos). Y el carisma del Viejo Imperio hace el resto: esta vez todos los periodistas yanquis se ponen a usarla también, aunque nunca ese vocablo tendrá la popularidad que tuvo en Europa. De hecho, cuando Pistols y Damned llegan a Estados Unidos y consiguen hacerse con un buen puñado de seguidores, estos forman un sector aparte del público; ni siquiera los Heads o Television parecen interesar a ese tipo de fans. 

Pero a lo que íbamos: el elitismo del CBGB o el Max’s Kansas City no fue el único problema de Blondie en sus comienzos, porque tampoco su primer sello discográfico ayudó mucho. Private Stock Records es una pequeña compañía neoyorkina especializada en singles de éxito, pero sin potencia ni criterio para gestionar una banda con pretensiones. Publican su primer Lp, de título homónimo, en diciembre del 76, y el fracaso tanto en distribución como en publicidad hace que el grupo abandone el sello consiguiendo recuperar las cintas, con lo cual vuelven al principio. Pero esta vez tienen suerte, porque ese disco ha sido producido por Richard Gottehrer, un clásico del Brill Building con muchas amistades, que confía en ellos y les consigue un contrato con la británica Chrysalis (que justo por entonces comienza a funcionar como sello independiente también en Estados Unidos y necesita músicos para su catálogo). El disco vuelve a publicarse en verano del 77, y esta vez el resultado es muy distinto: aunque no llega a tener grandes ventas ya consigue dos o tres singles bastante populares, y en 1978 comienza a distribuirse en toda Europa. 

Desde entonces hasta 1980, Blondie es uno de esos nombres a los que vemos permanentemente en los top 10 de medio mundo. Durante ese tiempo se publican cinco discos, pero con más o menos brillantez las líneas maestras de su estilo quedan perfectamente definidas desde el principio: son una banda de pop rock que cuida mucho el sonido y los arreglos, cuyo rango va desde el tono frenético (“In the sun”, “X-offender”, etc) hasta las baladas exquisitas, casi intemporales, como “In the flesh”. Salvo Burke todos componen aunque la mayoría del repertorio queda a cargo de Harry y Stein, como era de esperar; esa dominancia irrita a Valentine, que se marcha poco después de la publicación de aquel primer disco y es sustituido por Frank Infante (que, como Joey Ramone, viene de Sniper). Poco después Infante pasa a la guitarra y se añade un nuevo bajista: Nigel Harrison, un británico veterano que en ese momento estaba en la banda de Ray Manzarek. Y a partir de ahí serán un sexteto estable hasta que en 1982, con el fracaso de su sexto disco, deciden separarse. Aunque como era de esperar Harry, Stein y Burke han resucitado la marca varias veces: su último disco es del año pasado, y pronto saldrán de gira. 

Tal vez no hayan inventado nada, pero los rockeros que alaban tanto a los Ramones por esa misma razón deberían entonces respetar también a Blondie: aunque no sean de su cuerda, tienen también unas cuantas piezas intemporales. Aunque claro, como dice Valentine “el problema es que nosotros somos poppies”. 



En otro orden de cosas: les deseo una feliz pero recatada Semana Santa. Ya saben ustedes que en este local somos muy devotos de los sagrados festejos patrios, y por lo tanto este local cierra hasta la Pascua, en Abril. Pórtense bien.



  

lunes, 12 de marzo de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (V)

El magnetismo que ejerce Nueva York sobre los personajes más inquietos y variopintos se generaliza ya en la década anterior. Su espíritu cosmopolita es garantía tanto de libertad como de amplitud de oportunidades, y allí se dirigen en 1968 dos muchachos que acaban de abandonar sus estudios en un colegio de Delaware y comparten afición por la poesía y la música: uno se llama Tom Miller, el otro Richard Meyers. Curiosamente Meyers, el más combativo de los dos, será también el que más destaque por su obra escrita, mientras que Miller acabará inclinándose casi exclusivamente por la música. En cualquier caso ellos dos están en el origen de la nueva ola neoyorkina como protagonistas de una saga que comienza ya en 1972, es decir, en el momento álgido del glam rock, lo cual demuestra la influencia evidente de un estilo sobre el otro.

En ese año deciden formar un grupo, y de paso se buscan un apellido artístico que vaya con su personalidad: Miller elige “Verlaine” por su admiración hacia el poeta francés y también porque “suena muy eufónico”; Meyers decide apellidarse Hell en honor a un poema de Arthur Rimbaud titulado “Season in Hell”, e incluso adopta su peinado (como sigamos mucho tiempo en Nueva York, Rimbaud se va a convertir en asiduo de este bar). Hay un amigo de la infancia que también se trasladó a Nueva York años antes y ha estado tocando la batería en pequeñas bandas de jazz; se llama Billy Fica, y nadie mejor que él para ocupar ese puesto. Nace así el trío bautizado como Neon Boys, donde el guitarrista es el ahora llamado Tom Verlaine y el bajo queda a cargo de Richard Hell. Llegaron a conseguir una fama relativa en la ciudad, e incluso grabaron algunas maquetas: hay tres canciones publicadas cuando el trío ya no existía, y a pesar de su sonido deficiente se nota una buena interacción entre las influencias glam o la afición al Dylan más rockero. Sin embargo, casi desde el principio echan de menos la cobertura de una segunda guitarra, y después de buscar sin resultado (la leyenda dice que entre los aspirantes estuvo Dee Dee Ramone), deciden separarse a mediados de 1973. 


Pero pronto se recomponen: Verlaine, que recorre los locales de la ciudad haciendo actuaciones en solitario, conoce en uno de ellos a Richard Lloyd; este, que también es guitarrista, sabe valorar su calidad y lo convence para unir fuerzas, así que Verlaine llama de nuevo a sus dos antiguos colegas y el ahora cuarteto, bajo el nuevo nombre de Television, debuta en la primavera del 74. Muy pronto serán una de las grandes atracciones del CBGB, donde ya se está formando una especie de hermandad de músicos entre los que vemos a Patti Smith (que por entonces también ejercía como comentarista musical, hizo la primera reseña sobre ellos e incluso llegará a vivir un breve escarceo amoroso con Verlaine, que le ayuda con la guitarra en su “Hey Joe”) o a los incipientes Blondie. Verlaine y Hell son los compositores principales, aunque Fica y Lloyd también participan en menor medida. Sin embargo cada día que pasa aumentan los roces entre Hell y el resto: su querencia guerrera, cercana al estilo Detroit o el glam rock de los Dolls por ejemplo, se va alejando de un trío más “académico”, cuyas influencias van desde la Velvet hasta el folk rock de Dylan (por entonces hacen versiones en directo de piezas como “Knocking on heaven’s door”), y Verlaine se niega a interpretar algunas piezas de Hell. La situación estalla a mediados del 75 con la marcha de Hell, sustituido por Fred Smith (uno de los primeros Blondie). 

Poco después Television graban “Little Johnny Jewel”, una pieza experimental que abarca las dos caras de un single; está compuesta por Verlaine, es un poco rarita de más y por poco causa la marcha de Lloyd, que no está de acuerdo. Pero fue publicada en un pequeño sello propiedad de su manager y pasó casi desapercibida, con lo cual da lo mismo. Su momento llega en 1976: rechazan una oferta de Island, que incluso les asigna como productor a Brian Eno (no les gusta su estilo), y a continuación aceptan la de Elektra porque este sello sí permite a Verlaine controlar la producción, que correrá oficialmente a cargo de Andy Johns, un técnico de sonido que había comenzado junto a su mítico hermano Glyn a trabajar con personajes como los Stones, Free o los zepelines. Vamos, que hay categoría. Y a principios del 77 llega el resultado: “Marquee moon”, un disco de estructuras sorprendentes. El sonido se basa en las cuerdas, y Verlaine hace aquí mucho trabajo subterráneo, escalas originales, contrarritmos entre blues y jazz, todo envuelto en una apariencia engañosamente simple, minimalista, junto a esa voz desmayada tan personal. Lo curioso es que parte de esos sonidos pueden recordar momentos de la Costa Oeste (Love, por ejemplo) lo mismo que a algunos guitarristas británicos de folk blues como Peter Green o Richard Thompson, y no es extraño que este disco se hiciese inmediatamente más popular en Europa que en los Estados Unidos: es vanguardia y clasicismo en una sola obra, aunque algunos prefieren llamarlo “punk”. La consecuente gira británica fue apoteósica, pero poco después llegó “Adventure”, que dio la vuelta a la situación: aunque es también un gran disco no alcanza la brillantez del primero, y resulta un tanto previsible. El grupo se disolvió poco después, más por conflictos internos que por el relativo fracaso, y cada uno siguió su carrera. En el caso de Verlaine, tiene unos primeros discos irregulares pero con ese poso de originalidad que recuerda sus orígenes. 




En cuanto a Richard Hell, queda clara su querencia por el rock de tonos glam cuando se asocia con Johnny Thunders y Jerry Nolan, que abandonan los New York Dolls justo cuando él está haciendo lo mismo con Television; poco después se les une Walter Lure, que también viene de ese mundillo, y forman los Heartbreakers. Pero de nuevo Hell quiere imponer sus criterios, y los demás lo abandonan a principios del 76. Por entonces ya es una institución de la noche neoyorkina, con su aspecto atemorizante: él es el primero en llevar imperdibles junto a cueros y ropas degradadas, y el mismísimo Malcolm McLaren confiesa que, junto a los Dolls, Hell es una de sus inspiraciones para la nueva estética punk que está lanzando allá en la Isla (incluyendo esos pelos en remolino que puso de moda Rimbaud, claro). Finalmente, como era de esperar, acaba creando una banda en la que mande él: los Voidoids. Ahí entra su amigo Robert Quine, un guitarrista fanático de la Velvet que tendrá una larga carrera, junto al también guitarrista Ivan Julian y el batería Marc Bell, ya veterano por entonces y que será más conocido aún años después como Marky Ramone. Ya tiene repertorio suficiente, puesto que casi todas las canciones que está interpretando en directo son las que había compuesto para Television, e incluso actualiza algunas de su época en los Neon Boys; con ese material ficha por Sire y publica su primer disco en 1977: “Blank Generation”. 

Estamos ante otro clásico underground; o de culto, como prefieran ustedes, ya que sus pocas ventas son inversamente proporcionales a su leyenda. Podría considerarse como la transición del glam al punk en Estados Unidos (sin relación alguna con el hardcore), y me parece mucho más influyente incluso para los británicos que el estilo de los Ramones: en conjunto, este disco es a lo que le hubiera gustado llegar a Johnny Rotten si tanto él como sus compañeros tuviesen categoría para ello. Además de la canción que le da título y se convirtió casi en una proclama, hay una brillante puesta al día del “Love comes in spurts” que había escrito para los Neon Boys, o las exhibiciones que nos deja Quine con sus escalas en piezas como “Liars beware”, mientras la forma de cantar y las letras de Hell son nihilismo puro. Sin embargo, el desmembramiento del grupo y el rápido deterioro del estilo en aquel país hicieron que Hell no publicase un nuevo y último disco hasta cinco años después: al igual que en caso de Television, estamos ante un disco de categoría pero sobrepasado por la leyenda del primero. Hell abandonó el negocio musical para centrarse en la escritura (salvo algunas colaboraciones aisladas). Tal vez ese sea su mejor destino: su mundo interior se desenvuelve mejor en las letras, ya que en lo musical es claramente el protagonista de un momento muy concreto e irrepetible. 



lunes, 5 de marzo de 2018

Estados Unidos: los últimos 70s (IV)



Una diferencia entre la nueva ola isleña y la yanqui es que los primeros músicos punk británicos prácticamente reniegan de todo lo que se ha hecho hasta ese momento en su propio país, así que Beatles o Stones son nombres odiosos de los que hay que olvidarse cuanto antes. Sin embargo la mayoría de los yanquis se reconocen en alguna de las escuelas anteriores a ellos, y si Patti Smith es fan del rock tradicional los Ramones adoran el pop de la Motown o la factoría Spector. Esa actitud lleva a dos consecuencias inmediatas: con una formación más amplia, la oferta en Estados Unidos tiene una mayor diversidad, desde el principio; eso hace además que la tendencia puramente “punk” al estilo corrosivo británico sea poco duradera y por general de segunda fila. Incluso en la Isla ya vimos que pronto comienza a ampliarse la perspectiva con la aparición de músicos de “vanguardia tradicionalista” como los Jam o Costello (que precisamente serán los más populares al final). Pero en otros aspectos hay similitudes, y la más evidente es que en ambos lugares se parte de bases simples, de estructuras musicales sencillas para luego evolucionar en cualquier dirección; y ese minimalismo puede llevarnos a una vanguardia arty, cuya primera época al otro lado del océano será representada por grupos como Wire o Magazine mientras aquí arranca con los Talking Heads, otro de los grandes nombres neoyorkinos. 

Su originalidad está en el hecho de ser los primeros de esta nueva era cuya esencia se encuentra antes en los ritmos de baile africanos que en los de su propia raza; por definirlos de algún modo, se les podría considerar como una banda de fusión que parte de la new wave para actualizar el funk. Y no es menos curioso el hecho de que el personaje principal de esta historia sea alguien cuyo origen no tiene nada que ver con esas músicas: se trata de David Byrne (1952), escocés e hijo de escoceses, aunque la familia se trasladó al nuevo continente cuando él era aún muy niño. Después de unos primeros años en Canadá llegaron a Estados Unidos y se establecieron en Maryland; para entonces el joven Byrne ya era un muchacho un poco raro, un friki con tendencia al aislamiento cuya única alegría estaba en escuchar música, escribir letras un tanto intelectualoides y aprender a manejar instrumentos. A principios de los 70, cuando se dio de alta en la Escuela de Diseño de Rhode Island, ya manejaba la guitarra con bastante soltura y decidió asociarse con Chris Frantz -un compañero de colegio que tocaba la batería- para actuar en fiestas y pequeñas salas de la zona haciendo versiones de lo más variopinto, desde los Kinks hasta la música chicle; Tina Weymouth, la novia de Chris, se encarga de llevarlos en su coche y cuidar de los instrumentos. En 1974 toman la decisión de abandonar el diseño para concentrarse en la música, y se trasladan a Nueva York. 

Resulta sorprendente que en una ciudad como esa no consigan un bajista a su gusto, pero al final Chris convence a Tina para que aprenda a manejar las cuatro cuerdas y a mediados del 75 el trío se presenta en CBGB como teloneros de los Ramones. Al cabo de un año ya destacan en el circuito de la ciudad con un repertorio no muy extenso pero original, y en vista de que la CBS los deja escapar la benéfica Sire Records se los lleva: en febrero del 77 se publica su primer single, cuya cara A es “Love -goes to- building on fire”. Se trata de una canción encantadora, muy personal, un cruce entre soul blanco y pop que sin ser un éxito ya consigue sorprender con ese juego de trompetas, las cuerdas en notas cortas como si fuesen teclados y la voz enfermiza de Byrne cantando un sinsentido burlón (las letras amorosas no le van). El asunto de los teclados -es evidente que su música necesita uno- se resuelve casi a continuación pasando el trío a cuarteto con el fichaje de Jerry Harrison, un ex-Modern Lovers que también puede empuñar la guitarra si es necesario, y en otoño llega el primer Lp, titulado “77”. 

Aquí ya queda completamente definida la primera época de la banda, con ese cruce magistral entre new wave, punk pop y soul funk tan personal desde la apertura con “Uh-oh, love comes to town” (donde incluso hay un leve tono reggae) hasta el cierre a cargo de la encantadora “Pulled up”, una especie de pop enloquecido donde vuelve a destacar, y lo hará siempre, ese tono insano de Byrne, que casi invoca más que canta. Ah, pero por el medio utilizan recursos inesperados, como pasa en “Tentative decissions”, una especie de marcha militar delirante, o ese medio tiempo de “First week last week.. carefree”, donde parecen quedarse sin material para un estribillo y luego cierran con un juego entre instrumentos de viento y tarareos al estilo de los años 50… y por supuesto la estrella del disco: "Psycho killer”, una de las piezas más definitorias de la new wave neoyorkina, el primer single del grupo que llega al top 30, con ese ritmo sincopado a juego con la letra en la que un psicópata nos cuenta sus inquietudes. Es la única canción del disco en la que figura autoría conjunta: el resto va a nombre exclusivo de Byrne, con sus letras sarcásticas, con crítica social y a veces un poco de misantropía. Sin embargo hay que destacar también la gran altura de los músicos incluida Tina, que lleva menos de dos años tocando el bajo y ya es una figura. El productor es Tony Bongiovi, que había comenzado como ingeniero de sonido en muchas grabaciones de Hendrix y ahora es un todo terreno: lo mismo trabaja con Gloria Gaynor que con Aerosmith (y también, pronto, con los Ramones). Las ventas del Lp, concentradas casi exclusivamente en las grandes ciudades del país, lo llevaron a rozar el top 100, lo cual es una verdadera hazaña; pero al igual que pasó con Patti Smith o los Ramones, eso solo fue el principio. En esta nueva época las noticias van mucho más rápido que antes: tanto el disco como la banda llegarán pronto a la Isla, y en poco tiempo Talking Heads serán más populares en Europa que en su propio país. 

En la primera gira británica comienzan a hacer amigos; Brian Eno por ejemplo, que se apunta entusiásticamente a producir su segundo disco (no hay duda de que cuadra mucho mejor que Bongiovi, del cual Byrne quedó desencantado por su afición a las trompetitas). Ese segundo disco se titula “More songs about buildings and food”, se publica en verano del 78 y es la confirmación definitiva del grupo tanto en calidad artística como en ventas (un top 30). Por otra parte la sintonía entre Eno y Byrne es total, ya que ambos tienen una idea muy parecida sobre el ritmo; el mejor ejemplo es esa versión cósmica del “Take me to the river” de Al Green, para la que no tengo palabras. Los tonos funky comparten espacio con piezas medio contrahechas como esa especie de punk folk titulado “Thank you for sending me an angel”, la que abre el disco, o el cierre con la épica “The big country”. En suma, estamos ante otra exhibición de talento que hace de los Heads una de las ofertas más interesantes no ya de este momento, sino también para el futuro. 

Ese futuro comienza a perfilarse con la publicación de su tercer disco, “Fear of music”, a finales de 1979. Estamos ante una nueva obra brillante, en la que se nota la transición entre un mundo y otro. Pero precisamente porque estos ya son “otros” Talking Heads, porque se acaba la década, será mejor esperar: ya los "redescubriremos" en los años 80, cuando volvamos a este país.